Columna de opinión publicada en Edición Especial El Mercurio 27 Ene 2011
“Lo único necesario para el triunfo del mal es que los buenos no hagan nada” Edmund Burke
Reiteradamente presenciamos a unos y otros felicitarse mutuamente por el ingreso de Chile a la OCDE. Sin duda se trata de una buena cosa, y Chile ha ido desarrollando paulatinamente acciones en línea con el cumplimiento de la convención; desde la pequeña incorporación en el Código Penal de la norma que tipifica el cohecho a funcionarios extranjeros, hasta la modificación, -ya no tan pequeña- de los gobiernos corporativos para determinadas empresas; y lo mismo, la paulatina adopción por parte de mercado de las nuevas reglas y estándares internacionales en materia de registro financiero y contable, o bien la creación de la Unidad de Análisis Financiero (UAF), una etidad especializada para la prevención y fiscalización en materia de lavado de activos.
Pero, probablemente, el hito más emblemático sea la nueva Ley de Responsabilidad de las Personas Jurídicas (LRPJ), en vigencia desde diciembre 2009. En lo medular, la ley por primera vez establece sanciones que recaen en la empresa en tanto tal, frente a la comisión por uno o más de sus empleados de uno o más de tres delitos: terrorismo, cohecho (corrupción), y lavado de activos. Las penas corren desde sustantivas multas, inhabilitación para celebrar actos y contratos con el Estado, y hasta la disolución definitiva de la compañía. Pero hay una exención: que la empresa haya tenido implementado un programa de prevención de estos delitos, encabezado por un encargado completamente autónomo, que responde únicamente a la más alta autoridad de la compañía. Este programa de compliance y su oficial de cumplimiento, suponen estar regidos por la nueva ley. Hecho este resumen, vamos a lo que amerita.
Si todo sigue igual, mi apuesta es que las probabilidades de implementar esto en serio son escasas, si no nulas. Ello, porque, a mi juicio, tenemos un problema realmente serio: la Ley es simplemente tan mala como es posible concebir. Y no quiero decir ideológicamente mala; no me refiero a que sea indeseable. Creo que es una ley absolutamente imprescindible, y precisamente por ello quiero evitar verla morir en el papel, como creo inevitable ocurra, tal cual está.
Pero, probablemente, el hito más emblemático sea la nueva Ley de Responsabilidad de las Personas Jurídicas (LRPJ), en vigencia desde diciembre 2009. En lo medular, la ley por primera vez establece sanciones que recaen en la empresa en tanto tal, frente a la comisión por uno o más de sus empleados de uno o más de tres delitos: terrorismo, cohecho (corrupción), y lavado de activos. Las penas corren desde sustantivas multas, inhabilitación para celebrar actos y contratos con el Estado, y hasta la disolución definitiva de la compañía. Pero hay una exención: que la empresa haya tenido implementado un programa de prevención de estos delitos, encabezado por un encargado completamente autónomo, que responde únicamente a la más alta autoridad de la compañía. Este programa de compliance y su oficial de cumplimiento, suponen estar regidos por la nueva ley. Hecho este resumen, vamos a lo que amerita.
Si todo sigue igual, mi apuesta es que las probabilidades de implementar esto en serio son escasas, si no nulas. Ello, porque, a mi juicio, tenemos un problema realmente serio: la Ley es simplemente tan mala como es posible concebir. Y no quiero decir ideológicamente mala; no me refiero a que sea indeseable. Creo que es una ley absolutamente imprescindible, y precisamente por ello quiero evitar verla morir en el papel, como creo inevitable ocurra, tal cual está.
La Ley es pobre, precaria, superficial donde no debería; muchas de sus opciones normativas me parecen ambiguas en una zona en que se requería liderazgo, y otras tantas me parecen derechamente erróneas: fuera de la tecnología, conocimiento empírico y metodologías hoy disponibles, lo mismo que de las mejores prácticas hoy abundantemente documentadas en los modelos comparados. En suma, una pálida sombra de lo que necesita una ley que, al menos en su primer tiempo, va a salir directo a una guerra con muchos y muy poderosos frentes. Cualquiera que realmente esté por implementar en serio una política pública viva, moderna, viable y eficaz para la prevención de estos delitos corporativos, debiera procurar el modo de corregir y reconstruir este escenario legal, de modo que le dé alguna posibilidad real a este esfuerzo.
Esta Ley no sólo debía ser fuerte; debía ser tan fuerte como fuera necesario para lidiar con un escenario nacional que no es neutro en absoluto, sino más bien problemático. Si esta ley no tiene el poder de ordenar los problemas, las reticencias y la hostilidad, es poco probable que pase de ser otra ley de papel más, mientras el cohecho y el lavado seguirán campeando, incluso más, ahora que, como va a ser sabido, la ley no fue capaz de llegar a constituir realmente una amenaza, ni mucho menos su oficial de cumplimiento, cuyo perfil y competencias son un misterio (o parecen serlo, para los autores de la ley); ni hablar de la experticia requerida en reducción del delito, y del entrenamiento que requiere poder entender, instrumentalizar, adaptar, innovar y maximizar las herramientas para dar eficacia a un conjunto de problemas delictuales que, al menos en buena parte de ellos, hasta ahora ni el Estado ni los privados han podido controlar significativamente.
Afortunadamente, la SVS no ha publicado todavía la norma general que complementa esta Ley, pues dicho reglamento es aún peor; de publicarse como fue presentado, va a enterrar el asunto entero, pues sus normas hacen completamente inviable prestar servicios profesionales. No tiene sentido abundar aquí sobre sus problemas, sino, en cambio, y a falta de una solución mejor, instar para usar dicho reglamento en favor de matizar los problemas de la ley.
Andrés Baytelman A.
Esta Ley no sólo debía ser fuerte; debía ser tan fuerte como fuera necesario para lidiar con un escenario nacional que no es neutro en absoluto, sino más bien problemático. Si esta ley no tiene el poder de ordenar los problemas, las reticencias y la hostilidad, es poco probable que pase de ser otra ley de papel más, mientras el cohecho y el lavado seguirán campeando, incluso más, ahora que, como va a ser sabido, la ley no fue capaz de llegar a constituir realmente una amenaza, ni mucho menos su oficial de cumplimiento, cuyo perfil y competencias son un misterio (o parecen serlo, para los autores de la ley); ni hablar de la experticia requerida en reducción del delito, y del entrenamiento que requiere poder entender, instrumentalizar, adaptar, innovar y maximizar las herramientas para dar eficacia a un conjunto de problemas delictuales que, al menos en buena parte de ellos, hasta ahora ni el Estado ni los privados han podido controlar significativamente.
Afortunadamente, la SVS no ha publicado todavía la norma general que complementa esta Ley, pues dicho reglamento es aún peor; de publicarse como fue presentado, va a enterrar el asunto entero, pues sus normas hacen completamente inviable prestar servicios profesionales. No tiene sentido abundar aquí sobre sus problemas, sino, en cambio, y a falta de una solución mejor, instar para usar dicho reglamento en favor de matizar los problemas de la ley.
Andrés Baytelman A.